martes, 21 de julio de 2009

Capitulo 1- El Búho Blanco

Pedro Lapido Estran
El Arca de las Nieves Eternas
Capitulo1 - El Búho Blanco.

(Tres semanas después)
Subí el último cierre de mi traje antiexposición, tomé el casco que se hallaba sobre una mesa y salí de la barraca dando un portazo. Caminé murmurando insultos que evidenciaban mi fastidio por hallarme sujeto a los caprichos de los tres individuos que seguramente ya me aguardaban en la Torre de área.
Pilotaba un avión especial traído desde los Estados Unidos por un sexagenario de nacionalidad indefinida, portador de tantos títulos como uno se pueda imaginar: Un verdadero súper científico al que yo apodaba "Cerebro" sin hacer gala de gran imaginación. Su nombre era Richard Kingston.
Lo acompañaban dos ayudantes; uno de los cuales me fastidiaba más que el otro. Era un aviador militar y experto en fotografía aérea, de la U.S. AIR FORCE. Su chaqueta decía: Mayor Bruce Leroy Georgesen. El otro, atildado y gentil, Capitán del Ejército Británico y geógrafo de profesión, se llamaba George Robert Livingstone.
Al pasar frente a los Hangares me detuve un momento. Allí estaba el Ingeniero Mecánico holandés que los acompañaba, controlando al tractor que arrastraba a nuestro avión afuera del galpón donde pasara la noche. La máquina era el único aspecto agradable de una misión que yo rechazaba visceralmente. El holandés me vio y me saludó con la mano; luego siguió atento al avión, al que cuidaba con exagerado celo.
El tractor se detuvo, dejando el aparato frente a mí, que me regocijé observándolo. Era soberbio, pero también insólito. Ofrecía la apariencia de un moderno cazabombardero aunque de tamaño inusual; Medía veinte metros de largo y del suelo a la parte superior de sus timones de dirección había más de seis metros.
Sus enormes alas, con una superficie de 40 metros cuadrados, eran lo primero que nos había intrigado cuando lo vimos por primera vez. Poseían un perfil especial, que les otorgaba condiciones de hipersustentación. Esto, sumado al tamaño nos daba la imagen de alas concebidas para un gran planeador, sino fuera porque además eran alas de dos secciones: Las primeras carenadas eran parte del fuselaje a la altura de un ala media y las segundas, de geometría variable, se plegaban hacia atrás, formando un ala delta al juntarse con los timones de profundidad en la cola. Las preguntas que se planteaban eran pues las siguientes: ¿Para qué necesitaban geometría variable las enormes alas de un planeador? y ¿por que razón eran de semejante tamaño si estaban condicionadas para altas velocidades, como lo estaba cualquier ala de geometría variable? Pero además se juntaban con timones de profundidad en flecha, que eran también variables, a fin de mejorar el control de rolido, a velocidades elevadas.
El avión era un híbrido insólito y no pude menos que sonreír cuando recordé la cara de los entendidos de siempre al pedirles que me explicaran la verdadera finalidad de la existencia del WHITE OWL (Búho blanco), ya que ese era su nombre.
Pero después de una semana de obedecer las disparatadas instrucciones de vuelo de Georgesen, yo estaba convencido de que el avión no era un capricho de los diseñadores, sino una máquina pensada para realizar determinadas y específicas funciones de vuelo. Sólo me faltaba saber el por qué. Diseñada en los Estados Unidos y construida en Inglaterra, con componentes fabricados por empresas de ambos países. Las responsabilidades principales eran de la Northrop en Estados Unidos y de la British Aerospace en Inglaterra, pero varias empresas más habían contribuido con la provisión de elementos importantes. De los cuatro propulsores que tenía, dos eran americanos y dos ingleses. ¿Y todo esto para el trabajo científico de un inaguantable viejo loco? ¿Que buscaba en mi país el profesor Kingston?, O planteada de otra forma la pregunta ¿Qué buscaban los norteamericanos y los ingleses?
Miré el reloj y proseguí mi camino, pensando en los pormenores que me habían colocado en esa situación...
El grupo llegó a la base de Comodoro, tres semanas antes, escoltado por seis de nuestros mejores jets aeronavales; lo que revelaba la importancia que otorgaba nuestro Gobierno a la misión científica de estos personajes. Pasados los primeros momentos de revuelo, motivados especialmente por la Máquina, La Base volvió a quedar dentro de su tranquila modalidad operativa. Mientras tanto, los cuatro visitantes se encerraban en sus Barracas y apenas salían para lo indispensable. El Teniente Rafael Hernández, oriundo de nuestro Sur y conocedor de la zona, fue asignado como piloto oficial de los visitantes. Luego...intervino "La Rubéola".
De nada me sirvió insultar a Hernández por haber esperado tantos años para contraer una enfermedad infantil, justamente en ese momento. Y tuve que aceptar que no había otro piloto en el grupo que conociera la zona más que yo. Me explicaron que todas las Guarniciones Militares del Sur ya estaban notificadas de la misión del científico y de las características de la Máquina. Los aeropuertos civiles tenían órdenes de respetar el desplazamiento del aparato y me hicieron la especial indicación de que yo quedaba inobjetablemente a las órdenes del profesor Kingston.
El petulante Mayor Georgesen, quien había traído el avión desde Buenos Aires, fue el encargado de darme las explicaciones teóricas y prácticas. Cuando habló sobre las plantas de poder, quedé atónito. Disponía de dos Turboventiladores Rolls Royce, de doble flujo, con un sistema revolucionario de post-combustión, que utilizados a pleno podían otorgarle una velocidad de ascenso de 305 metros por segundo y como si eso fuera poco, estos motores tenían la facultad de "carenarse" al plegar las alas - algo que solo podíamos creer viéndolo - para utilizar entonces, dos Estatorreactores colocados debajo de los timones de dirección, que comenzaban a funcionar sin inconvenientes a partir de los 500 K.p.h.
Cada vez que pregunté sobre el motivo para disponer en una sola máquina de semejantes grupos propulsores, recibí contestaciones evasivas y la promesa de una aclaración, a su debido tiempo. Expresé mis dudas sobre el aguante de la estructura, y Georgesen rió socarronamente, diciendo que la estructura estaba diseñada para soportar factores de carga de hasta 9.4 G. Quise saber con qué estaba construido el fuselaje y la respuesta del Mayor fue lacónica:
- Nada de Aluminio y pocas partes de Acero. El 70% es un compuesto de grafito, dos veces más fuerte que el acero y 30% más liviano que el aluminio. Como material complementario, el Titanio en un 8%.
Al tercer día comenzamos a volarlo. Georgesen me llevaba de la nariz: - Despegar, nivelar a l500 metros, acelerar, elevarlo a 8000 metros, dejarlo caer hasta volar a mínima velocidad y altura... y siempre utilizando un: ¿Comprendido, Teniente? Cada hora que pasaba, el individuo me molestaba más y cada kilómetro que volaba me enamoraba más del avión. Después de cada ¿Comprendido, Teniente? ; pensaba en la cara que pondría el engreído si yo pudiera volar ese pájaro blanco a mi antojo.
- ¡Grafito y titanio!, En 1973 yo estaba viviendo ya el año 2000 y mi fuerza aérea recién había logrado desprenderse de la primera versión de jets ingleses de 1946. Me regocije interiormente al recordar la visita de los pilotos acrobáticos yanquis el día que llegaron a la Argentina para mostrar sus habilidades, provistos de exóticos equipos de vuelo y con un grupo de estupendos Jets especiales. Recuerdo que nuestros muchachos, enfundados en sus antiguos equipos, subieron a sus viejísimos Gloster Meteor y les hicieron burla a los pájaros, dándose hasta el lujo de volar en espejo con esos heroicos aviones tan excedidos en horas de vuelo, que cuando aterrizaban, la dotación de tierra los esperaba en situación de emergencia.
Se fueron asombrados y sin duda convencidos de que nuestra Fuerza Aérea estaba llena de locos. Y nosotros seguimos volando en los Gloster, merced a las virtudes de nuestros mecánicos, hasta que en 1971 fueron reemplazados por los Mirages.
El último día de prueba fui autorizado a utilizar los Estatorreactores. Volábamos rumbo al Sur a 8000 metros de altura y 900 K.p.h. Los Turboventiladores hacían gala de su potencia obligándome a controlar constantemente la velocidad, cuando Georgesen sorpresivamente dijo:
- Utilice la geometría variable, Teniente; superaremos Mach con los motores auxiliares.
Detuve los turbos y plegue las alas. El Búho Blanco saltó hacia adelante y cuando conecté los Estatorreactores fue como si una turba de topadoras empujara nuestros asientos. Desde mi posición en la Carlinga, la sensación no era la de volar, sino la de precipitarse en un abismo.
Ese día al regresar a la base, en el momento en que tocábamos pista, tuve la hermosa ilusión de imaginar una formación de "Búhos Blancos" alineados en las pistas auxiliares, luciendo nuestras escarapelas en las alas.
Entré a la torre de área; al enfrentarme con los tres individuos, saludé de mala gana. Me replicaron con formalidad, permaneciendo imperturbables.
Como siempre, ya estaba todo arreglado; no había trabas para la misión de "Cerebro". Cuando regresé, Kingston se dirigió a mí, secamente:
- ¡Nos hallamos retrasados cinco minutos, Mister Haffner!
- Lo sé - señor - lo sé, sepa disculparme.
Mi deseo hubiese sido contestarle: "Teniente Haffner", pero no lo hice y encabecé la marcha hacia el avión.
El holandés, cumplido su siempre eficiente trabajo, nos esperaba junto a la máquina. Hice una revisión exterior del avión, comprobando por las señales que nada se había olvidado. Me detuve brevemente en los deflectores de los turbos, en los Flaps y en el tren de aterrizaje.
Trepé por la escalera y tomé ubicación en mi sitio dentro del espacioso habitáculo, cuya cobertura se abría en dos secciones debido a su tamaño. Hice una seña a los hombres y éstos ascendieron de inmediato. El asiento de Kingston se hallaba detrás del mío, algo sobre elevado, desde donde efectuaba las labores de Ingeniero de vuelo. Livingstone, a la derecha de Kingston y a mi lado en la misma línea que mi asiento sobre una cubierta inferior traslúcida habían instalado un periscopio con el cual Livingstone efectuaba el trabajo de oficial de ruta para una labor fotográfica que realizaban, ubicando el cuerpo casi horizontalmente, cuando era necesario.
Georgesen iba sentado detrás, donde llevábamos montado un equipo fotográfico tan fascinante como el avión mismo.
Verifiqué el nivel de combustible, puse en marcha los Compresores y observé la sensibilidad de los instrumentos. Cuando tuve la temperatura adecuada, cerré la carlinga, probé el equipo de presión y encendí los turbos.
Entonces me sentí mejor. Al escuchar la potencia de los motores, que me recordaba el temperamento de la máquina, superaba el malestar habitual que me embargaba durante los momentos preliminares a un despegue.
Contacté con la torre de control, solicitando permiso. Solté los frenos, aceleré los turbos y saludando al holandés con un gesto, dejé que el Búho avanzara por la pista de rodaje, como una gacela. Carreteamos hasta el final y nos detuvimos en el ángulo debido. Aguardé la autorización y cuando llegó, entré a la pista principal, repitiendo verificaciones. Di gas a los turbos, llevé los Flaps a un ángulo de 30 grados y el avión se elevó suavemente. Eclipsé el tren de aterrizaje, notifiqué la interrupción de la radio, tomé el rumbo previsto y a partir de ese momento los cuatro quedamos solos en el cielo con nuestro soberbio pájaro blanco.
Volar en silencio radial absoluto y orientación autónoma era una de las premisas fundamentales de este trabajo y yo no entendía que pretendía el señor Kingston incomunicándonos apenas levantábamos vuelo. Tampoco comprendía el trabajo que realizábamos; me resultaba absurdo. De no haber sido por la importancia que le asignaban nuestras autoridades al grupo, hubiese concluido en que mis pasajeros eran unos excéntricos chiflados.
En los primeros días utilizamos como base la ciudad de Río Gallegos y partiendo de ese lugar volamos con rumbo N.O. hasta el Parque Nacional Los Glaciares.
Habíamos cubierto la zona desde Monte Stokes hasta Cerro Fitz Roy, fotografiando el terreno desde no más de 300 metros de altura, en casi toda su superficie. Y como cada fotografía en el trabajo de superposición abarca casi el 60% de la anterior; volamos sobre los glaciares desde el Lago Viedma al Lago Argentino, tantas veces, que ya había perdido la cuenta.
Ante esa situación, pensé que la misión se trataba de un trabajo de Geodesia, pero cuando volvimos a fotografiar el lugar, volando entre 8.000 y 10.000 metros de altura, sin importarles el hecho de que lo hiciéramos con las alas escarchadas de hielo transparente - tanto que tuve que acelerar algunas veces y otras descender, para poder desprenderlo - con los peligros inherentes a una presión exterior de 301 milibares y una temperatura mínima de 44 grados centígrados, pensé que en todo caso esos serían los planos más caros de la historia, en proporción a los riesgos.
Sólo resultaba positivo para mí, el hecho de poder admirar nuestros campos de hielo, lagos, bosques y ventisqueros; sobre todo el maravilloso Glaciar Perito Moreno, desde las múltiples perspectivas que otorgaba esa situación.
Más tarde, tomando como punto de partida el Fitz Roy, habíamos conectado los estatorreactores y trepado a 11.000 metros para volar siguiendo diferentes cursos cada vez, siempre en línea recta y a gran velocidad, hasta las zonas del Nahuel Huapí, San Martín de los Andes y el Lanín. Las líneas que nacían del Fitz Roy, siempre coincidían con algún pico cordillerano de importancia a distintas latitudes. Así, había controlado una hacia Cerro Galera y otras hacia Cerro Chato y Monte Tronador.
Siempre ordenaban mayor velocidad, cuando nos hallábamos sobre el Lago San Martín o el Lago Buenos Aires, como si hasta esas latitudes no se hallaran totalmente seguros de la ruta a seguir. Habíamos recorrido más de 1.000 kilómetros de montañas, merced a la autonomía de vuelo de la máquina, aparentemente para sacar fotografías sin sentido, en distintos sitios. Y habíamos planeado a baja altura sobre distintas depresiones y valles a lo largo de esos kilómetros. Ahora nuestro rumbo nos llevaba hacia el Lanín, donde debía tomar la línea de vuelo abandonada el día anterior y penetrar luego profundamente en la Cordillera.
Kingston llevaba dos fotografías que no dejaba de observar y medir. Comprendí que el interés sobre ellas radicaba en que ambas eran absolutamente iguales. No me asombraba, pues entendía que entre semejante cantidad de fotografías, posiblemente estuviese mirando la misma y creyese que eran distintas. Sacudí la cabeza, sonriendo ante la certeza de que semejante cosa no podía ser posible.
A mi no me agradaba mucho, volar en plena Cordillera, sobre zona fronteriza, con una máquina de dudosa identificación, sin radio y sin llevar ni una mísera ametralladora en la configuración del avión. La situación política del país vecino no era muy estable y no quería pensar en que algunos pilotos chilenos algo nerviosos, nos encontraran volando sobre su frontera o lo que era peor, sobre su territorio. "Cerebro" se vería en aprietos para explicarles que estábamos sacándoles fotos a las piedras, sobre su suelo.
Me conformaba saber que con los motores del Búho a pleno, los chilenos, para alcanzarnos, necesitarían por lo menos un Plato Volador.
- ¡Atento, Teniente Haffner!
La voz de Kingston me arrancó de las especulaciones; especialmente porque era la primera vez en quince días que me llamaba “teniente".
-Haremos una pasada sobre el valle que se divisa, a una altura de 300 metros aproximadamente. Deberá descender hacia el mismo, entrando desde el N.O. y volando a baja velocidad. Además, debe usted preparar la máquina para lo que llamaremos: "Una probable situación de fuga", es decir que debe estar en condiciones de exigir los motores convencionales al máximo, con posibilidades de conectar los reactores especiales y alejarnos de la zona a la mayor velocidad posible y siempre hacia el Este.
Asentí con un movimiento de cabeza, algo asombrado por aquello de "probable situación de fuga".
- Bruce, - prosiguió Kingston - Fije los intervalos del obturador de la cámara de acuerdo con la velocidad y altura del avión; verifique las exposiciones.
- George, acondicione el equipo estereoscópico; observaremos una vez más estas fotografías.
Solicité una revisión del funcionamiento de los equipos de presión, efectué una inspección general del instrumental y los mandos, hice un amplio giro para ubicarme en la posición solicitada y descendí a baja velocidad sobrevolando el valle a la altura pedida. Mientras así lo hacía, observé el terreno y confundido comprobé que el lugar era muy parecido a otro que sobrevoláramos antes, casi 800 kilómetros más al Sur. Kingston lo había identificado a través de las fotografías tomadas a gran altura y en ese instante decía:
- ¡Exactamente igual: no hay lugar a dudas! - Y luego:
- Teniente, repita la pasada descendiendo a menos de 100 metros y con la mínima velocidad. Bruce, ajuste nuevamente el equipo a esas circunstancias.
- Señor, - acoté: - Haré lo que solicita, pero no le garantizo nuestra seguridad a tan baja velocidad y altura -
Teniente, - Los riesgos que podamos correr están involucrados en la esencia misma de nuestras profesiones. Necesito que vuele más bajo y lento, con un margen de seguridad mínimo o sin él, pero hágalo, por favor.
Lo había dicho con una particular excitación, no común en él. Me molestó imaginar la sonrisa socarrona del petulante Georgesen. Acaté la orden, jurándome que iban a tener el vuelo más bajo y lento que pensaran jamás para un avión de ese tipo.
Rodeé el valle trepando hasta quedar en la posición anterior, aunque mucho más alto. De pronto escoré el ala izquierda y dejé caer la máquina con los turbos a la mínima potencia. Ninguno de los tres dijo nada, mientras nos descolgábamos de lo alto. Al llegar a los 500 metros fui enderezando el avión hasta dejarlo casi en hoja muerta (2) pero dándole pequeños soplos de gas a los motores como para seguir avanzando. Cuando lo nivelé totalmente volábamos sobre el valle a tan poca altura y velocidad que yo mismo dudé de poder elevarlo nuevamente.
¡Pero algo andaba mal! ; Los relieves nevados estaban a escasos metros de la trompa. Tiré de la palanca de mando y aceleré los motores en el mismo instante en que Kingston gritaba:
- ¡Elévelo, Teniente!
Era tarde; ya tocábamos el suelo. Sin embargo el avión levantó su trompa y tomó altura con normalidad. No podía comprenderlo. Miré con ansiedad hacia la posición de Livingstone, de quien pensaba lo peor, dadas las circunstancias. El mismo salía de su incómodo habitáculo, más pálido que de costumbre, pero totalmente indemne. ¡Era un milagro!... de Dios o de la técnica. Yo estaba seguro de que la parte inferior de la trompa había tocado el suelo; esperaba que la cobertura donde se hallaba el periscopio se hubiese roto. Livingstone dijo:
- " Mi sitio estuvo por un momento enterrado en la nieve"
¡Era imposible!... y todos lo sabíamos. Mientras tanto habíamos atravesado el valle al doble de la velocidad que entráramos, acercándonos al final. Los dos altímetros indicaban 190 metros; mis educados ojos no daban más de 100. Iba a comentarlo, cuando Kingston, con voz calma dijo:
- Arriba, Teniente: " Situación de fuga "; ya no necesito saber más de este lugar.
Estaba esperando que me lo pidiera y le di gas de golpe a los turbos. Los 18.000 kilos de empuje de los Rolls Royce parecieron encabritarse en las toberas. Por primera vez sentí sufrir la estructura del Búho, que salió disparado hacia adelante como una saeta. Iba a plegar las alas para conectar los estatorreactores, cuando la velocidad, que en un primer momento se multiplicaba a cada instante, comenzó a disminuir. Un resplandor extraño me obligó a desviar mi vista de los instrumentos; El avión estaba envuelto en una luz de múltiples matices (como chispas electricas) que nos acompañaba en nuestro desplazamiento. Di más gas a los turbos, esperando desprenderme de ella, más comprobé angustiado que el avión se detenía... ¡en el aire! Revisé los instrumentos, los mandos; intenté verificar el funcionamiento de los motores: Fue en vano, todo estaba en cero como si la máquina que "ya no se movía" estuviese descansando adentro de su hangar. Levanté el visor del casco; sentí transpirar copiosamente mi frente. Mis manos, rígidamente aferradas a los mandos, humedecían el interior de los guantes. ¿Que maldita pesadilla estaba viviendo? El aparato seguía en el aire, aunque detenido y envuelto en una luz ajena a todo fenómeno conocido. Por un momento llegué a pensar que era una ilusión de la muerte; que nos habíamos estrellado y todos estábamos muertos.
- ¡Kingston! ¿Que es esto? - pregunté.
- Algo que yo preveía - me contestó.
Lo miré estúpidamente asombrado, desorientado por su respuesta. Y lo odié, odié su tranquilidad y su presencia.
Entonces grité con una mezcla de risa y rabia incontrolables:
-¡Explíqueme entonces! ¿Qué carajo es esto?
Kingston no contestó. Acercó su rostro a la cubierta de la carlinga y miró hacia abajo; luego dijo:
- Apague los motores, Teniente. Van a reventar
Debí decirle que estaba apagando todo, pero en cambio dije:
- De todos modos, vamos a reventar.
- No lo creo. Si la fuerza que realiza esto estuviese destinada a destruirnos, ya lo hubiese hecho.
Seguí odiándolo: ¿Cómo podía mantenerse tan lúcido en un momento así?, Tuve que utilizar todos mis recursos de entrenamiento físico y mental, que había practicado como piloto de combate, para conseguir controlarme lo suficiente y poder dilucidar lo que pasaba.
Al aparato lo envolvía una luz muy tenue que se caracterizaba por su chisporroteo y que Kingston definía en ese momento como un campo magnético. Livingstone señalaba hacia abajo, confundido y repitiendo: -¡no puede ser! - mientras miraba con ojos azorados la superficie nevada. De cuatro sitios distintos surgían los haces de luz que se concentraban en el avión, con una uniformidad tal que hacían pensar en luz sólida. Podíamos observarlos bien, hasta que se confundían en el halo que nos envolvía. Recordé los veleros que hacía mi abuelo adentro de las botellas y que yo aunque los veía, nunca los creía.
De repente, el aparato se movió. Observé que descendía lentamente. Confieso haber pensado en largarme del mismo; pronto los hechos me convencieron de lo contrario. Cuando estábamos a punto de tocar la nieve, nos preparamos para el sacudón, ya que iba a asentar el fuselaje en el suelo; más no sucedió así. ¡La máquina se fue introduciendo lentamente en ella! Cuando ya las alas habían desaparecido, me volví hacia Kingston, en busca de una explicación. El viejo me dirigió una mirada paternal y sonriendo levemente dijo:
- No es nieve, es una imagen proyectada de alguna forma; probablemente una proyección tridimensional láser u holograma, algo que para nosotros aún es experimental. Lo hacen sobre esta especie de niebla que cubre todo el valle... si es valle, por supuesto, puede no serlo.
¿Holo qué, quién? Eran las preguntas que me preparaba a hacer, cuando supimos que sí; era un valle. Claro que no el desértico y helado paisaje que viéramos desde arriba. Me refregué los ojos: terminábamos de atravesar la capa de niebla y nos encontrábamos descendiendo en un claro, ¡en medio de un bosque de Alerces!
Los rayos del Sol, atravesando la niebla, iluminaban claramente el lugar; nos hallábamos a ochenta metros de altura del suelo real y nos rodeaban árboles con troncos de más de tres metros de diámetro en su base, cuyas copas rozaban la niebla.
Yo había nacido y crecido en los bosques del Sur, hasta que ingresé en la Fuerza Aérea, y los mayores alerces que había visto en mi vida eran los que rodean el Lago Menéndez en Chubut; árboles de los cuales se decía eran los más grandes ejemplares del país y sin lugar a dudas éstos duplicaban cómodamente su tamaño. Me imaginé el asombro de los extranjeros, menos habituados que yo a ver grandes árboles.
Kingston exclamó en ese momento:
- ¡Es un bosque de Sequoias!
Sequoias ¡tu trasero! Viejo – pensé – pero no quise decirle que eran Alerces. Para el caso, daba lo mismo.
Seguíamos descendiendo. En el suelo se veían mantos de flores de todo tipo y color, matizando una pastura verde y pareja; cada tanto se apreciaba conjuntos de plantas, entre las que me pareció reconocer una especie medicinal de esas latitudes.
El sitio por donde descendíamos era cruzado ininterrumpidamente por aves multicolores; rayos de luz rojizos, azulados, anaranjados, cruzaban el espacio, mostrándonos todo como a través de un arco iris, seguramente provocado por la luz del Sol al atravesar la composición de la niebla.
Se advertían estrechos hilos de agua desplazándose entre la vegetación y grupos de coloridas piedras. Repentinamente y sin saber por qué, se me ocurrió pensar en el Jardín del Edén.
Livingstone me tomó del hombro, señalándome algo abajo, a nuestra izquierda. Estaba observando una de las fuentes emisoras de la luz que nos envolvía. Georgesen y Kingston hicieron lo mismo por el otro lado. Entre un manto de flores y plantas asomaba un cilindro metálico pulido, en cuya punta giraba una esfera brillante. No era posible calcular su altura.
Había cuatro aparentemente iguales, distribuidos alrededor de una base circular que acabábamos de descubrir y sobre la que descendíamos. En el instante en que la vi., reparé en que la luz que nos envolvía no nos impedía individualizar los otros colores. Nos quedamos atentos al descenso, pues ya faltaban pocos metros para tocar su superficie.
De varios sitios de la base surgieron haces de luz - esta vez verde y sólida a la vista - que enfocaron el fuselaje del avión en distintas partes. La luz anterior se apagó y en el momento en que nos deteníamos a pocos centímetros de suelo, de los bordes del círculo se elevaron unas paredes traslúcidas que ensamblándose por encima nuestro, convirtieron el lugar en una media esfera, con el avión adentro.
Las puntas de las grandes alas del Búho que yo no había alcanzado a plegar, quedaron a corta distancia de las paredes: Nuestro hermoso pájaro blanco había encontrado una jaula; (faltaba saber cuál era el papel reservado para nosotros en ella) Todo era irreal y el silencio, absoluto. Los cuatro mirábamos callados, quietos. Kingston (tenía que ser él) dijo:
- Abra la cabina teniente, por favor.
Le obedecí sin responder y al mismo tiempo en que las coberturas del techo se abrían, me desprendí del casco y del correaje automáticamente. Al recorrer con la vista los instrumentos, la detuve en la radio. Olvidándome de la prohibición de usarla, accioné instintivamente sus mandos. No hubo reacción en el aparato; elevé la mirada hacia las coberturas, que en ese momento se terminaban de abrir, produciendo el sonido característico del final de recorrido.
El viejo puso su mano en mi hombro, diciéndome:
- No busque explicaciones. Tómelo como es.
Terminábamos de desprendernos del equipo, cuando escuché una voz en español que decía:
- ¡Doctor Kingston, Mayor Georgesen, Capitán Livingstone, Teniente Haffner; su atención por favor!
Se hizo un silencio que sirvió de marco a nuestro estupor; luego volvió a oírse la voz.
- ¡Conserven la tranquilidad. Escucharán instrucciones que deberán obedecer con exactitud; de ese modo no correrán ustedes riesgo alguno. No es nuestra intención que sufran daños. Actúen de acuerdo a las indicaciones y sepan esperar. Luego serán satisfechas todas vuestras inquietudes!
Cuando pude reponerme de la sorpresa, me volví hacia los ingleses, pensando que no habrían comprendido las instrucciones.
- ¿Entendieron? - Pregunté.
- Perfectamente - dijo Livingstone - fue el inglés más parecido a Liverpool que he escuchado en los últimos tiempos.
Empezó a dolerme la cabeza y de seguir así, no sé que pasaría con ella.
- ¡Deberán descender de la nave!- repito - ¡deberán descender de la nave!
Volvió a hacerse oír la voz que para mí era español y para Livingstone un inglés de Liverpool.
Descendimos del avión, descolgándonos de la carlinga, ya que no teníamos escalera. Observamos que el piso semejaba la estructura de una colmena, recubiertas las celdas con vidrio o material parecido. El aparato se mantenía apoyado sobre las luces verdes a no más de 50 centímetros del suelo.
- ¡No deberán tocar los haces de luz! Se escuchó dos veces.
Comprendimos, aunque de todos modos no creo que nos hubiéramos atrevido a hacerlo.
- ¡A continuación, el recinto donde se encuentran se llenará de gas. Deberán inhalarlo profundamente mientras permanezca en el ambiente!
De los alrededores del círculo brotó un gas blanco que al principio inhalé con reservas y luego inspiré profundamente. Una sensación de frío me recorrió las fosas nasales, la garganta, la faringe; creo haberlo sentido hasta en el último conducto de los pulmones y experimentar como si se destaparan los poros de mi piel. Lo aspiramos durante unos minutos. Luego desapareció.
Estaba pensando en que ya no me dolía la cabeza, cuando se volvió a oír la voz:
- ¡Un vehículo que cumplirá la función de transportarlos, se acerca; Deberán colocarse en la abertura que se producirá en el recinto y luego abordarlo!
Un trozo de cúpula descendió, dejando una abertura triangular a orilla de la cual nos colocamos los cuatro. Ahora, con el techo abierto, se apreciaba todo mejor: Infinitos trinos de aves resonaban en el ambiente; había un aroma a madera y flores en el aire; se escuchaba un correr de aguas aunque no se veían.
Sentí un escalofrío, pero no tuve tiempo de preocuparme: "ya llegaba nuestro transporte".

Continua en: Capitulo 2.


































































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