martes, 21 de julio de 2009

Capitulo 2 - Un Mundo Paralelo.

Pedro Lapido Estran
El Arca de las Nieves Eternas
Capitulo 2 - Un Mundo Paralelo


El vehículo se aproximaba por el aire; era rectangular, con los dos extremos semicirculares. Visto desde abajo, sobresalía el contorno cual si fuera un bote de goma observado desde el mismo ángulo. Un continuo desplazamiento de luces parecido a un chisporroteo eléctrico viajaba por el interior de ese contorno. Y según como reflejara la luz toda su sección inferior parecía ser de vidrio. En general daba una sensación de fragilidad pero a la vez de poder y de admiración. Recordé sin proponérmelo, lo que sentí la primera vez que tuve en mis manos una fina copa de cristal.
Arriba tenía una cobertura semitransparente, de forma ovoidal. Medía tal vez unos seis metros de largo por dos y medio de ancho y dos de alto en la parte central de su techo. No mostraba elementos propulsores ni traía conductor.
Se acercó silenciosamente al sitio donde estábamos parados. Detuvo lentamente su andar ante la abertura; una sección de su techo se levantó y una parte de su cuerpo se abrió, extendiéndose hacia nosotros como una rampa, en absoluto silencio, mientras oscilaba y emitía destellos en forma casi imperceptible.
Subí el primero, luego Kingston, Livingstone y Georgesen. Nuestro desplazamiento no alteraba en absoluto su horizontalidad. Adentro había un espacio para moverse y un asiento en todo su perímetro. Al sentarse, daba la sensación de hacerlo sobre un globo que lentamente se adaptaba al cuerpo que recibía.
Una vez ubicados en él, cerró sus aberturas y comenzó a moverse de la misma forma como había llegado. Miré hacia el Jet de Kingston: El inigualable Búho Blanco me pareció una antigüedad colocada en una vitrina, cuya puerta en ese instante se cerraba.
Atravesamos el bosque, desembocando rápidamente en un claro mayor. El aparato, que al ponerse en movimiento había ascendido; al salir del bosque de Alerces descendió, nivelando su vuelo a unos diez metros del suelo. El terreno se inclinaba hacia un pequeño lago de aguas claras, en donde se perdía el manto de flores y plantas. Tres cursos de agua confluían en él. La máquina tomó sobre uno de ellos aprovechando la depresión del cauce. Observé que su vuelo no alteraba la superficie del agua.
Volábamos sobre el arroyo a marcha serena y lenta, en un silencio increíble; A la derecha se extendía un bosque de Coihués soberbios: cincuenta metros de altura y troncos de dos metros. A la izquierda, un bosque de Maniús hembras, árboles que habitualmente no forman masas boscosas, ya que se encuentran aislados entre los coihués y los alerces; y éstos además tenían más de treinta metros de altura.
Si los alerces que viéramos primero eran de desarrollo natural, deberían tener más de tres mil quinientos años de vida; en cuanto al resto de los árboles que veíamos, indiscutiblemente se mostraban ajenos a su naturaleza habitual.
Seguimos volando sobre el curso de agua. Imágenes forestales asombrosas surgían en sus márgenes. Yo deseaba tener a mi padre a mi lado: ¿Que significaría para él, ver lo que yo veía? ¡Maniús machos, Radales, Pellines y hasta Lengas, que en la zona geográfica en que estábamos nunca eran más que arbustos y aquí eran árboles de quince metros! Formaciones excepcionales, creciendo en medio de mantos interminables de flores, helechos y plantas acuáticas que bordeaban el curso de agua.
Los tres ingleses, a mi lado, miraban hacia abajo, entre asombrados y divertidos. En las partes en que la vegetación no cubría el agua, cientos de peces se veían pasar entre las piedras que abundaban en el lecho del arroyo.
Noté que el transporte se elevaba. El aparato superó ampliamente la altura de los árboles, que en ese momento eran Cipreses. Miré hacia arriba buscando el techo de niebla, y comprobé que era al menos cinco veces superior a la del sitio donde descendiéramos del Jet. Evidentemente el terreno que habíamos sobrevolado mantenía una pendiente continua.
Los cipreses aparecían más espaciados; Los ingleses, agrupados y con sus caras pegadas a la cobertura, miraban hacia adelante y señalaban abajo hablándose con tono y gestos de sorpresa. Me moví hacia ellos y participé de su asombro ante lo que veíamos.
Volábamos a unos doscientos metros de altura, acercándonos a un conducto circular de aproximadamente veinte metros de diámetro, de un material verde y semitransparente, que formaba un enorme círculo, asentado sobre una planicie en medio de una vegetación exuberante que en partes lo cubría parcialmente. Cada cien metros, hacia su interior, otros de menor diámetro se unían a él mediante unos rectos que nacían del centro, abriéndose como los rayos de una rueda. Cada cinco conductos, uno era de diámetro mayor y dos de los rectos también lo eran, dividiendo toda la estructura en cuatro partes iguales, como si fuese una cruz asentada en el medio. Todos los cruces se confundían adentro de una esfera y los espacios libres estaban llenos de ellas, de distintos tamaños y colores, apareciendo total o parcialmente entre la vegetación pero siempre pegadas a la pared de algún conducto.
La comparación geométrica que se me ocurría; era la de observar los paralelos y meridianos de un globo terráqueo, desde uno de sus Polos, sólo que saturados los espacios con esferas y con cinco de ellas, mayores que las demás, cubriendo el eje del globo en su polo, adonde convergían todas las líneas.
Hacia esas enormes esferas centrales aparentemente nos dirigíamos. Nos volvimos los cuatro, buscándonos con la mirada. Livingstone y Georgesen se hablaron rápidamente en inglés. Entendí solo lo que Kingston les decía en respuesta:
- No, Bruce, no es una nave gigantesca; parece una ciudad lo que estamos viendo. El lugar donde aparentemente habitan quienes en este momento disponen de nosotros.
-Una ciudad, o una nave; qué más daba una u otra conjetura ante lo que estábamos viendo.
Volábamos ya, sobre el décimo conducto: uno de los más gruesos, lo que significaba que nos hallábamos a casi un kilómetro del espacio aéreo sobre la insólita construcción. La máquina descendió, nivelando su vuelo a unos cincuenta metros del suelo; fue entonces, cuando noté que aún seguíamos el curso del arroyo, que aparecía y desaparecía por debajo de nosotros, entre la vegetación y las extrañas cañerías. Vistos de cerca, los enormes caños, - de una leve transparencia - dejaban entrever sombras veloces deslizándose por dentro. En los espacios libres, alternando con cipreses, plantas y arbustos llenos de flores, podíamos observar las esferas de brillantes colores, de unos veinte metros de diámetro las más chicas, todas conectadas por un lado en su base a los caños menores. Círculos como ventanales alternaban su superficie y en su parte superior las rodeaba un anillo, formando una plataforma con baranda en su exterior. En su cúspide, partiendo de unas medias esferas pequeñas, se elevaban agujas doradas. En la parte de atrás, tomando como frente la cara conectada a la tubería, se observaban escaleras descendiendo hacia el suelo y unas plataformas circulares.
- ¡Una ciudad, una ciudad increíble, dentro de un valle paradisíaco, probablemente creado artificialmente y oculto por la niebla en un lugar casi inaccesible!
Era la primera vez que escuchaba a Kingston hablarse a si mismo casi meditando.
- ¿Que cree que sean los conductos, doctor? - le pregunté.
- Similares a nuestras calles y avenidas - respondió.
- ¿Y las esferas?
- Las más pequeñas deben cumplir funciones habitacionales; las más grandes, tal vez sean centros de abastecimiento, concentración, esparcimiento, o fabriles; todo herméticamente conectado entre sí, posiblemente por una razón de atmósfera.
- Es como vivir en los subterráneos de Buenos Aires, por ejemplo.
- Sí... si usted lo ve así.
Pensé que mi comparación había sido inadecuada y no pregunté más.
- ¿Cuantos seres cree usted que pueden habitar esto? - preguntó Georgesen.
No pude disimular mi alegría. El Mayor, con su pregunta me había superado en estupidez, aunque Kingston le contestó seriamente.
- Verá usted, Bruce, si son como nosotros... (Esperó una interpelación que no llegó y continuó)... considerando la longitud del conducto exterior y la cantidad de esferas que aproximadamente se pueden calcular, puede haber entre ciento cincuenta y doscientos mil habitantes. Lo escuché asombrado: en un momento había calculado mentalmente metros, espacios, cantidad de esferas, diámetros y radios; me propuse admirarlo, aunque se equivocara en cien mil.
- ¡Pero doctor, esto que estamos viendo es geográficamente imposible! - dijo Livingstone.
- ¿Todavía cree usted en imposibles, después de lo que hemos visto? - respondió Kingston sonriendo.
¡Vaya! el simpático y asombrado geógrafo abrió la boca y "Cerebro" no tardó en cerrársela. Estaba por regocijarme con un comentario irónico, cuando el aparato viró un poco a la derecha y se elevó, comenzando a describir un amplio círculo alrededor de las grandes esferas. Eran imponentes construcciones de unos doscientos metros de diámetro entre las cuales la central parecía aún más grande. Todas eran de distintos colores y al menos tres de ellas estaban abiertas en la parte media de sus estructuras.
Rodeamos la amarilla y la azul; luego la nave interrumpió su giro, dirigiéndose directamente hacia la roja. La del centro era verde y la opuesta a la nuestra; blanca. Todas se hallaban conectadas a la verde, por la parte superior y ésta a su vez lo estaba por abajo, con los conductos principales.
La esfera roja, abierta horizontalmente en el medio, en un espacio de unos cincuenta metros, lucía una delgada plataforma en el centro, aparentemente sostenida sólo por su contacto con el eje central. Sobre ella se advertía otros vehículos similares al que nos transportaba.
- Señores - dijo Kingston - abran bien los ojos, este parece ser el aeropuerto, aunque no tenga nada de "Fiumiccino", "Kennedy" o "Ezeiza"
El aparato penetró por el espacio superior y detúvose en el aire, junto al eje central, descendiendo verticalmente.
- ¡Miren, el comité de recepción! - dije, señalando a tres individuos que estaban parados a pocos metros del sitio donde nuestra máquina se posaba en absoluto silencio.
Pensé que al menos una incógnita quedaba develada: ¡si eran como nosotros! (O al menos, bastante parecidos).
La cobertura se abrió y los tres hombres se acercaron al vehículo. Como el que estaba situado más cerca de la rampa era yo, hube de descender tímidamente.
- ¡Bienvenidos, señores!
Nuevamente escuchaba hablar en Español, (no quise pensar en Livingstone). Dirigí la mirada hacia nuestro interlocutor:
Delante de mi, sonriendo, se paraba un hombre extremadamente alto y delgado. En sus miembros resaltaban significativamente sus músculos; tenía extremidades demasiado largas con respecto al tronco, rostro afilado y ojos levemente oblicuos. Excedía con comodidad los dos metros. Lucía un voluminoso casco con un soporte que nacía sobre los oídos cruzándole el rostro a la altura de la boca y en el centro de ella sostenía una esfera agujereada. Vestía traje enterizo rojo, de material brillante, muy pegado al cuerpo. De su cuello pendía una tablilla negra con inscripciones. Llevaba un cinturón con una caja rectangular en el lugar de la hebilla. Calzaba botas muy ceñidas. Completaba su atuendo una capa de cuello rígido. Sus dos acompañantes eran un poco más bajos; vestían enteramente de rojo como él y sostenían, en la mano derecha, unas esferas blancas que mantenían a la altura de sus cinturas. Cuando el insólito individuo habló nuevamente, los tres ingleses ya estaban a mi lado.
- Somos; Agedor, Gadión y Zilemot - dijo señalándose él y a sus compañeros respectivamente.
- Tengan la bondad de seguirnos.
Como dudáramos un instante, prosiguió:
- No existen motivos para que se intranquilicen; síganme por favor.
(Yo me puse a pensar que extraña Biblia leería aquel que les había puesto los nombres) cuando se dio vuelta y caminó hacia el eje central en donde ya se abría una puerta corrediza. Lo seguimos sin comentarios, mientras los otros dos hombres se colocaban detrás de nosotros, cerrando la marcha. Entrábamos a lo desconocido, muy dignamente; me pregunté si saldríamos de la misma forma. Repentinamente recordé con cariño los jets de mi escuadrilla con las escarapelas en sus alas y hasta dio vueltas en mi cabeza alguna letra de Tango.
La puerta se cerró silenciosamente y quedamos dentro de un habitáculo cilíndrico, El llamado Gadión pasó una mano sobre las luces de un panel y este ascendió rápidamente. Era obvio que viajábamos en un elevador. Pronto nos detuvimos. Los dos hombres más bajos salieron para ubicarse a ambos lados de la puerta. Ante la amable indicación de Agedor, abandonamos el ascensor para entrar a un recinto prácticamente a oscuras y en donde el silencio era absoluto. Nuestro guía, nos señaló una hilera de butacas que se entreveían en la penumbra, colocadas en forma de media luna al frente nuestro; esperó a que nos sentáramos y luego lo hizo él, colocándose a nuestra derecha.
El ambiente era cálido; sobre nuestras cabezas giraba lentamente una esfera, cubierta de pequeños prismas triangulares, que despedía en forma muy tenue, todos los colores del Arco Iris. De ella dependía toda la iluminación del lugar. Quedé absorto en sus movimientos y así moví distraídamente mi cuerpo, descubriendo que la butaca giraba sobre si misma. A partir de ese momento decidí entretenerme con ella y así paliar la tensión del momento.
Pasaron largos minutos y nuestros tres anfitriones seguían tranquilos y callados en sus respectivos puestos.
Kingston, que no había encontrado como yo, la forma de entretenerse, no pudo más y dijo:
-¡Señores, nos habían prometido satisfacer nuestras inquietudes; no acrecentarlas de esta manera . Quedamos todos pendientes de Agedor, de quien esperábamos una respuesta. Este se limitó a levantarse, adoptando una posición rígida, con el brazo izquierdo cruzado sobre el pecho y el derecho algo más abajo, sosteniendo el casco.
Seguíamos la trayectoria de su mirada, tratando de horadar las sombras, cuando una voz firme pero amable, salió de ellas, frente a nosotros.
- "Será usted satisfecho, doctor Kingston, le ruego disculpe a nuestro comandante Agedor, el sólo está cumpliendo las órdenes de sus jefes, que por supuesto no son incompatibles con sus derechos”.
Me llamó la atención la observación con que cerró su frase pero no tuve tiempo de meditar sobre ella. La intensidad de la luz que desprendía la esfera se acrecentó rápidamente. Primero se intensificaron todos los colores del arco iris; luego, predominó el Magenta, después el Amarillo, y el Cyan, hubo un instante de negrura total y al final, una luz tan viva como si estuviéramos a pleno Sol. Entonces, pudimos ver a nuestro interlocutor quien volvió a dirigirnos la palabra:
- ¡Bienvenidos a la primera Colonia exterior de nuestro pueblo, señores. Los recibo en nombre del Consejo de Regencia: mi nombre es Lunigén!
Se hallaba parado a la izquierda de un gran sillón de características globulares que formaba parte de un conjunto, distribuidos enfrente nuestro siguiendo la forma circular del recinto y bastante sobre elevados con respecto a nuestros sillones. Vestía un uniforme similar al de Agedor, pero de color púrpura, con capa, botas y guantes blancos.
En el centro del pecho llevaba un brillante Sol dorado. Era alto, bien formado, de cabellos blancos muy largos que se extendían sobre sus hombros, enmarcando un rostro generoso. De edad incierta, aunque indudablemente mayor. En su mano derecha sostenía una vara coronada por una esfera perforada que acercaba a su boca al hablar.
Me pellizqué la pierna en el lado interior del muslo, era una forma de reaccionar frente a determinadas tensiones, que siempre me había dado buen resultado. Tal vez así logré aceptar que la figura que tenía adelante, era real.
Cerré y abrí los ojos rápidamente varias veces, todo era tan irreal desde que se detuviera el Búho en el aire, que no estaba seguro de estar despierto.
Livingstone esbozó una sonrisa, los demás lo miramos inmutables.
- Nosotros sabemos todo sobre ustedes. Ahora trataremos de que ustedes sepan sobre nosotros; Si es que antes no desean otra cosa - dijo el anciano.
- ¡No! - contestó Kingston casi en un grito:
- ¡Nada nos importa más en este instante!
Bueno, gracias por consultarme, pensé sin decirlo.
El hombre que se había presentado a sí mismo como "Lunigén" aguardó un momento. Recorrió nuestros rostros con su mirada y levantando su mano, colocó la esfera ante sus labios y comenzó a hablar.
- Doctor Kingston: para ubicarlo en la situación, aunque pensamos que ya debe haber razonado lo vivido; le diremos que usted ha encontrado, en cierto modo, lo que buscaba; o me corrijo y digo: usted estaba buscando algo que no sabía con precisión que era y así nos encontró.
Lo miramos: ¿Era posible que él ya lo supiera? Cerebro no se inmutó; contestó tranquilamente:
- Eso pensaba yo, señor - “aunque aún no se que he encontrado” - murmuró.
¡Viejo reventado! Iba a decírselo cuando Lunigén continuó hablando.
- Van a conocer al Consejo de Regencia; son los representantes aquí de lo en vuestro mundo son los presidentes y ministros, salvando las distancias.
Había dicho, ¡vuestro mundo! Supuse que la expresión era figurada e hice esfuerzos por disciplinar mi cerebro. Todo lo que conseguí fue otro incipiente dolor de cabeza.
Una variación de la luz nos permitió descubrir sentados en los otros sillones a once personas más: cinco hombres y seis mujeres, todos de mucha edad.
A mi derecha - Lunigén habló señalando a cada hombre que nombraba.
- ¡Amnihók! - Un anciano vestido de verde nos sonrió inclinando elegantemente su cabeza.
- ¡Gilgalám! - Me gustó a primera vista, quizá porque el azul de su traje, con el blanco de su capa, me recordaba a mis queridas escarapelas.
- ¡Izthól! - Vestido de rojo, muy serio, pero tan amable como los anteriores.
- ¡Kishkúm! - Gigantesco; tal vez más alto que Agedor y muy robusto. Posiblemente el más anciano de todos; pero imponía respeto su gran figura embutida en un llamativo traje amarillo.
- y ¡Onidak! - Este no era muy alto, pero si opulento, algo que su traje blanco realzaba.
Después de escuchar sus nombres sonreí pensando en la cara que pondría la jueza de mi registro civil si tuviera que anotarlos.
Giramos nuestras butacas pera ver mejor a las mujeres a quienes iba a presentar ahora nuestro anfitrión. Por sus cabellos blancos daban la impresión de ser ancianas, aunque nunca en mi vida las había visto tan hermosas. Rostros faustos y ojos chispeantes; los trajes, de colores muy vivos y ceñidos a sus cuerpos, no revelaban en nada la triste deformidad de la vejez que conocíamos. Es más, llegué a pensar que no lo eran, mientras el regente las nombraba.
-¡Anué – Antiza – Efranlí – Helamra - Neftal y Zeresí!- Nos saludaron paradas e inclinando sus cuerpos, sin hablar. Luego, volvieron a sentarse.- Lunigén terminó así la presentación del "Consejo de Regencia".
Me quedé absorto observando a las supuestas abuelas y pensando en su feminidad y sensualidad aún vigentes. Entonces se despertó mi curiosidad por conocer a las nietas pero Kingston interrumpió mi pensamiento.
- Nos sentimos muy honrados de conocerlos - dijo tímidamente.
Por un momento la frase de "Cerebro" me pareció estúpida, pero luego pensé:
¿Que hubiera dicho yo en su lugar? y la acepté.

Continua en: Capitulo 3













































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