Lunigén, retomó la palabra:
- Entendemos que deben hallarse fatigados después de lo vivido en las últimas horas.
Miré el reloj; eran las nueve de la mañana del sobresaltado día en que varios imposibles se habían escapado de la fantasía.
- Deseamos trasladarlos a lugares más aptos donde ofrecerles descanso. Pero antes debemos demorarlos un poco más, ya que son imprescindibles ciertas explicaciones que los ayuden luego a intentar integrarse a nuestra sociedad, comenzando a conocernos.
- Quiero presentarles a Antiza, como a la persona que se encargará poco a poco, de acercarlos a nosotros, aclarándoles algunos enigmas, a través de los cuales nuestra existencia y la vuestra se confundirán en una sola.
La mencionada Antiza, abandonó su sillón y avanzó hacia nosotros. Su traje era color cobre pulido. En el centro de su pecho, algo desvirtuadas las formas por la presencia aún arrogante de sus senos, se apreciaba el dibujo del planeta Marte dentro de un círculo blanco, con sus inconfundibles canales y sus lunas. Observé a los demás y advertí que así como Lunigén tenía el Sol, cada uno de los miembros de la Regencia ostentaba en su traje algún planeta. Reconocí a Saturno en el pecho de Isthol.
Antiza se detuvo a corta distancia de nosotros; miré su cabello blanco, muy corto, sus ojos claros, las formas de su cuerpo. Aún se desprendía de su figura una imagen deseable. Hubiera sido una picardía que no tuviera hijas o tal vez nietas parecidas a ella.
Dirigiéndonos la palabra con una seguridad no exenta de autoridad, dijo:
- Reciban mis saludos, caballeros. Voy a determinar algunos actos de vuestra sociedad, buscando el diálogo que provocará el debate imprescindible para nuestro entendimiento. No duden en interrumpirme cuando lo consideren necesario.
La voz, de timbre melodioso y sereno, llegaba a nosotros, después de haber pasado por la ya conocida esfera.
- Algunos de ustedes – prosiguió - Se han preocupado siempre por ordenar en vuestra historia, acontecimientos cuyos pormenores se pierden en un tiempo sin anales. En los últimos años, muchos estudiosos como el doctor y aún curiosos autodidactos o intuitivos se abocaron a develar el misterio que rodea a muchos objetos materiales, legados de ancestros desconocidos que representan auténticos enigmas. Esos contados hombres - sin saberlo - se hallan dedicados a una tarea cuya resultante - cuando se produzca - podrá cambiar totalmente el curso de vuestra evolución. Sólo entonces, cuando consigan introducir sus mentes y sus manos en el cofre secreto que guarda vuestra esencia, podrán forjar una civilización en el mundo.
- ¡Señora! - interrumpió Kingston; - Nosotros hemos desarrollado una civilización; con errores, con profundas lagunas y amargas experiencias, pero no puede llamarnos incivilizados.
Era curioso ver como todo un científico, condicionado por sus propios esquemas, se negaba a admitir lo que para un hombre común como yo, era absolutamente cierto.
Pero Antiza reaccionando ante las palabras del doctor, contesto antes de que este finalizara.
- ¡Afirmo que lo son!
- Quisiera que me lo explicase - continuó Kingston.
Sonreí: "Cerebro" se alistaba en una batalla perdida.
- Es simple; mantienen una estructura social en la que absurdos, entre los que podría mencionar al dinero regulan a su antojo la justicia, la inteligencia y el derecho. ¿Quiénes manejan el dinero?, generalmente los inmorales, los parásitos y los criminales.
- Usted no puede afirmar que todos los hombres de fortuna del mundo, respondan a esos términos - acotó Kingston.
Era curioso pensar en nuestras diferencias de criterio. El se apuró a discutirle el concepto; yo le hubiera preguntado cuál era el método del que ella disponía para cambiar una estructura que ya tenía asumida como absurda pero inevitable.
- Si, puedo - prosiguió ella - si no a esos, a sinónimos de ellos, o en el mejor de los casos son cómodos herederos de alguien que respondió a esos términos. Por supuesto, le acepto algunas excepciones, ya que éstas se dan aún en las peores especies.
Por alguna razón "Cerebro" no replicó esta vez.
- El hambre y la angustia - prosiguió Antiza - se pasean por el mundo como oscuros nómades mensajeros de la muerte. Ella misma acecha -segura- sabiendo que se aproxima nuevamente su tiempo, latente tras las bombas atómicas, las bacteriológicas y los últimos engendros que incuba vuestra ciencia: La bomba neutrónica y la evolución inescrupulosa del control genético. Eso, entre las cosas que se han dado a conocer; se asustaría si les contara algunas de las secretas. Las fuentes de energía se agotan y las de alimentos se contaminan; la opulencia convive indiferente con la miseria, el derroche con la necesidad y la abundancia con el hambre. Tecnócratas y caníbales, esclavos y libertinos: ¡Doctor!, vuestra supuesta civilización aparece ante mí como un triste conjunto de tribus retrógradas, ególatras y malvadas.
- ¡De las que han surgido grandes hombres! - replicó Kingston.
- Sí - respondió Antiza - Unos pocos y sufridos seres que después de padecer toda su vida inmersos en la absurda "sociedad" que practican, alcanzan a materializar sólo partículas del tremendo caudal espiritual que poseen, para morir generalmente en la miseria y el olvido.
- Siga usted adelante, señora; yo al final le pediré mi tiempo - contestó Kingston.
-"Tiempo", Vuestro concepto del mismo –dividido- les anula toda posibilidad de comprenderlo. Encerrados en él, han elaborado una historia y una arqueología infantil e irracional, que se refutan con la observación de simples piedras.
- Perdón - interrumpió otra vez Kingston - esas simples piedras ¿ pueden llamarse Tiahuanaco, Stonehenge o Pascua?
- Sí, también Gizeh, Nazca o Baalbek; la magnificencia constructiva Egipcia, la astronomía y matemáticas Mayas, la sapiencia urbanística e hidráulica del Inca.
- Los confusos restos, supuestos eslabones humanos sobre los que trabaja vuestra antropología, no los llevan más que a elaborar preguntas sin respuestas. Los antecedentes escritos que poseen, tomados como libros religiosos o crónicas fantásticas, desvirtuados o destruidos sistemáticamente, ya nada valen. Buda, Visnú, Mahoma y Jesucristo, entre otros, representan aún a los dioses, hijos o enviados de los dioses, cuyos mensajes transformados en dogmas, para favorecer sectores y agrupar miembros, se utilizan como estandartes de verdad. Nada demuestra más vuestra ceguera que las antiguas y modernas guerras santas. Cualquier niño del mundo que no haya sido condicionado; sentado a analizar el problema, vería un único Dios detrás de todas las religiones y deduciría dos claras acepciones: El Bien y el Mal. Por consecuencia ya no habría dioses, sólo existirían seres receptores de alguna de esas dos energías; La de la Luz y la de las Sombras.
- ¿Tenemos que interpretar sus palabras como la negación de Dios, señora? - preguntó el viejo en voz muy baja.
- No exactamente, doctor; si pensamos en Dios como en una suprema energía, cuya iglesia es todo el universo y cada acto de amor su dogma cotidiano, para todos los seres que lo habitan.
- ¿De amor, o de justicia, señora?
- Dios es amor, señor; Si fuera justicia, la mayoría de sus congéneres deberían haber sido borrados de la tierra por su mano mucho antes de convertirse en historia.
Yo disfrutaba íntimamente el duelo, sobre todo cada vez que como ahora, el viejo era "touché". Sin embargo, el mismo continuó.
- ¿No se vuelve relativo el concepto de justicia en algunos casos, señora?
- ¿El concepto? ¡Jamás! La justicia siempre será el perfecto equilibrio de los platos en la balanza; la relatividad se halla en los hombres que manejan las cargas.
A esta altura, yo estaba enamorándome de la mujer de cobre. Y ella prosiguió:
- Cuando vuestros navíos crucen las Galaxias y con sus ojos vean, los terribles engendros del mal y los maravillosos mundos del bien, habitando el universo; sólo entonces tendrán noción de Dios y también de su amor, al vislumbrar como pese a su enorme poder, permite la existencia del horror.
- Perdón señora - Interrumpió Kingston
- ¿No será que Dios es todo, inclusive el mal?
- Bueno, me dije; después de todo el viejo tenía su "Scaramouche" escondido y también podía tocar. Pero Antiza lanzó una estocada digna del mismísimo D’Artagnan.-
- Tal vez doctor, pero nosotros aún no lo sabemos y es porque no tenemos "representantes" de Dios en nuestra sociedad. Ninguno de nosotros se animaría a llegar a ese grado de soberbia.
Lunigén, en su asiento carraspeo al mejor estilo de algún viejo profesor de secundaria.
- Pero no se sienta usted culpable - Continuó Antiza. Vuestras incertidumbres y errores tienen sus comienzos más allá de los albores del tiempo histórico en que se han reconocido. Ahora, ya que nos hemos encontrado, lo llevaré de la mano tan lejos y tan atrás, que ese tiempo desaparecerá.
Dicho esto; se retiró con su cadente andar hasta ubicarse otra vez en su sillón.
La cara del viejo era una mezcla de perplejidad y anhelo por seguirla escuchando. Agedor se acercó, mientras Lunigén nos hablaba nuevamente:
- Los invitamos a descansar; poco a poco se irán descorriendo los velos que nos separan. Antiza se encargará de ello. Déjense guiar ahora por vuestras anfitrionas. Todo se les irá aclarando.
Fuimos despedidos por un unánime gesto del consejo. Busqué a las anfitrionas que mencionara el anciano, más sólo vi al gigante Agedor y este difícilmente me convenciera de ser una dama.
Entramos al elevador y viajamos brevemente. La puerta se abrió a un recinto vivamente iluminado y amoblado con los ya conocidos sillones y otros objetos que no pude detenerme a identificar. Cuatro mujeres estaban paradas a corta distancia de la entrada. Su presencia logró que me detuviera repentinamente, provocando un choque con Livingstone que nos dejó a ambos en una situación cómica. Agedor se adelantó diciendo:
- Las señoras serán sus asesoras y guías. Permanecerán con ellas, mientras estén aquí, viviendo en sus respectivos hogares. Lo hemos dispuesto así, a fin de que cada uno sea asesorado sobre nuestras costumbres por la persona más adecuada.
Pensé: ¿Pero es que acaso piensan enseñarnos a cocinar? Mas, Agedor terminó rotundamente con mis pensamientos machistas.
- "Teniente Haffner", la capitana de vuelo "Olma", será su asesora; posee más de ochenta y siete mil horas de vuelo en nuestras naves, veintitrés mil de éstas dentro de la atmósfera en misiones sobre vuestra civilización.
La joven, enfundada en un traje amarillo; avanzó, tomó mi mano derecha entre las suyas y oprimiéndola con gesto amable dijo:
- ¡Bienvenido! - Esbocé una sonrisa absolutamente confundido y esforzándome por no poner cara de estúpido. Los rubios y largos cabellos, cubriendo parcialmente su rostro, dejaban apreciar unos ojos verdes de rasgos levemente orientales. Tenía un rostro de niña y un cuerpo ante el cual hubiera pedido disculpas la mejor guitarra criolla, pero... ¡Ochenta y siete mil horas de vuelo significaban diez años ininterrumpidos a bordo de una nave en una mujer que no parecía tener más de veinticinco; y casi la mitad de esas horas volando en nuestros espacios aéreos!. En otras circunstancias le hubiese preguntado a Agedor si pensaba que yo era estúpido, pero ante semejante belleza no iba a preguntar nada que pudiera ser irreverente, así es que: cerré mi boca.
- Labianí - indicó Agedor, dirigiéndose a Livingstone - es geóloga y geógrafa de la Regencia; puede decirle de la Tierra, lo que todos vuestros archivos no podrían. Su foja ostenta la exploración sistemática de tres planetas de nuestro sistema.
Al gigante le gustaba exagerar o yo estaba metido adentro de un cuento de Bradbury.
- Lahí - continuó mirando a Georgesen - Experta en todas las expresiones de comunicación y captación conocidas, aún las que ustedes no han desarrollado todavía.
Mirando la belleza de Lahí, llegué a la conclusión de que no le sería difícil comunicarse, al menos en ningún planeta habitado por humanoides como yo.
- Y por último doctor Kingston; Ramalú, científica general de enlace. Practica asiduamente casi todas nuestras ciencias conocidas.
Terminada la presentación, Agedor se dirigió al elevador en donde lo esperaban sus compañeros y se fue, dejándonos sumidos en un total desconcierto. Quedamos parados como niños confusos ante esas mujeres que representaban la mayor conjunción de belleza y sabiduría que yo había conocido. Altas, estupendamente formadas, sensuales, con los trajes tan adheridos a sus cuerpos que se podía advertir el movimiento de sus músculos. De largos y claros cabellos, cayendo lacios más allá de sus hombros, apenas diferenciadas por el color de sus trajes. Detuve mi vista un tiempo en la figura de Ramalú; la más robusta de las cuatro, tal vez la mayor y la mejor para mi gusto. Llevaba la curiosa esfera perforada, sujeta a la altura de su boca; la tablilla negra pendía de su cuello y un cinturón como el de Agedor rodeaba su cintura. El resto de mis observaciones quedaba dentro del contexto de mis particulares observaciones ante una mujer como ella.
- Teniente - La llamada Olma rompió el silencio.- Le ruego me acompañe; será mi huésped a partir de este momento. Dentro de breve tiempo, podrá usted descansar.
Pasó ante mí lentamente, dirigiéndome una mirada que invitaba a seguirla y se introdujo en el ascensor. Sus compañeras imitaron su gesto y todos las seguimos.
Ascendimos rápidamente. Los cuatro nos mirábamos sin hablar; ellas sonreían. Transcurrido un breve tiempo nos detuvimos y se abrió la puerta; Lahí se adelantó, Georgesen salió tras ella y los demás detrás. Nos encontramos nuevamente en el centro de un salón circular. Estaba atestado de gente que se trasladaba sin mayor prisa; otros conversaban sentados en distintos sitios. Predominaban los sillones globulares y los elementos esféricos y cilíndricos. La iluminación era asombrosa para un recinto tan grande, sobre todo considerando que no se advertían puntos emisores en particular, sino que daba la sensación de brotar del piso, techo y paredes por igual. Los sonidos que se escuchaban en el ambiente eran extraños para mis oídos.
Un hombre joven y apuesto pasó a nuestro lado y se detuvo un momento; Labianí le hizo un gesto sin abandonar su sonrisa y el mismo siguió su camino sin volverse.
El grueso de la gente vestía de negro, blanco y gris; pero los había vestidos de amarillo como vestía Olma, de rojo como Lahí y Ramalú o de azul como Labianí. También había algunos vestidos de verde.
Todos los ojos se posaban en nosotros, sin alarma, sólo con curiosidad; el murmullo de las voces llegaba a mis oídos como una lengua conocida, aunque no podía acertar cual era. Comencé a comprender la función de las esferas perforadas. Olma dijo:
- Estamos en la parte superior del edificio al que arribaron; este es llamado por nosotros, "Centro de Control" o de Seguridad". En él se concentran las funciones de dirección de nuestro medio que involucran entre otras cosas la supervisión de los transportes externos, ya sean de orden oficial o de placer. Como habrán observado su color es rojo; en adelante deben tener en cuenta que toda persona vestida de rojo se encuentra desempeñando funciones relativas a los centros radicados en este edificio: Pronto les daremos detalles de todos ellos. Puede ser que vean a personas que habitualmente visten de otro color, con el traje rojo o viceversa, no deben extrañarse; en nuestra sociedad, las responsabilidades de muchos individuos son múltiples y a veces dispares. Ya les explicaremos el por qué. Lo importante es saber que cada persona atenderá responsabilidades de su área, mientras se encuentre vestida con el traje correspondiente. Pueden acudir a todas ellas que seguramente serán atendidos. Rogamos no acudir a las personas que visten trajes negros, blancos, grises y sus combinaciones, pues ellas están en período de descanso y podrán no atender sus requerimientos.
Fui tentado por mi perverso subconsciente a hacer alguna pregunta atrevida pero Olma siguió hablando:
- Ahora estamos en el salón de recepción del Centro de Control; desde aquí nos trasladaremos al Centro de Convergencia y Tránsito.
Recordé la enorme esfera verde central y la asocié de inmediato a las palabras de Olma. Labianí empezó a caminar y la seguimos, cruzando el salón hacia una abertura circular enmarcada por luces multicolores.
Bien – pensó mi socio perverso- al menos hay parque de diversiones. La entrada a un túnel cilíndrico de paredes traslúcidas, terminó con mi sarcasmo. Nos hallábamos adentro del conducto superior, que unía la esfera exterior con la del medio y la vista que se advertía no daba para chistes. A los pocos metros nos encontramos con un delgado tabique, que no alcanzaba el metro de altura y que dividía el conducto en dos carriles de manos diferentes. Ramalú traspuso la división y con gracioso gesto nos indicó la forma de abordar el piso de ese sector que aparecía imperceptiblemente actuando como cinta transportadora.
Lahí habló dirigiéndose a Georgesen:
- No tienen más que adoptar una posición cómoda contra la baranda interior o la de su derecha, desde donde pueden observar el exterior a través de los ventanales.
Estos eran circulares, transparentes y ubicados alternativamente en la pared del conducto; me apoyé en la baranda, preparándome a mirar por el próximo ventanal. Cuando la posición me lo permitió, miré, para no dejar de hacerlo por el resto del trayecto. El paisaje era sorprendente; desde la altura en que nos hallábamos se divisaba con claridad la gran esfera amarilla que rodeáramos al llegar y el conducto que la unía a la del centro. A la distancia, como bolas de billar diseminadas por el paño, se veían las esferas menores; Abajo, una vegetación exuberante orlada de flores tapizaba el suelo y entre ella, se divisaban senderos y cursos de agua. El fantástico sueño de un arquitecto poeta podía materializarse en ese sitio.
La voz de Kingston, interpelando a Ramalú acerca de un hombrecillo que viajaba en la cinta contraria, me atrajo nuevamente al conducto en el que gran cantidad de personas viajaban mirándonos con curiosidad. Lo que caminaba entre la gente, no podía ser verdad, de modo que decidí esperar otra oportunidad para pensar en lo que creí haber visto.
Llegamos al final de la cinta y tras un corto trecho desembocamos en un salón vacío en el que la gente se trasladaba hacia y desde el elevador central a los conductos. En realidad no era un elevador, sino varios, agrupados en la circunferencia de un gran cilindro lleno de puertas. Nos dirigimos a una de ellas siguiendo a nuestras cicerones para descender hacia el centro de la esfera. El recinto circular en el que abandonamos el elevador era enorme; La salida se hallaba rodeada de barandas que demarcaban el camino a seguir y éste descendía a un nivel inferior. En el espacio que abarcaba el lugar, unos cien metros hasta la pared exterior, el piso estaba pintado con rayas luminosas. Ubicados adentro de las demarcaciones, se veían cientos, miles tal vez, de pequeños vehículos curiosos; algunos me parecían los autos chocadores de los parques de diversiones, otros eran como miniaturas de coches sport, algunos - los menos - eran vehículos mayores, pero todos con la misma característica: ninguno tenía ruedas. Olma rompió el silencio:
- Nos hallamos en el interior de la esfera verde central, llamada por nosotros " Centro de Convergencia ". En las cuatro esferas periféricas que ustedes han visto, se centralizan las actividades más importantes de nuestra mecánica social: La roja, Centro de Control o Seguridad; La amarilla, de Educación; La azul, de Abastecimiento; La blanca, de Sanidad. Todas están conectadas por los conductos superiores a este lugar y éste a su vez conectado a la ciudad por los conductos inferiores. Hasta aquí llegamos todos con los vehículos que van a conocer y luego nos dirigimos al centro elegido.
Se interrumpió adelantándose a conversar con dos jóvenes vestidos de verde. Seguimos a uno de ellos, pasando por interminables filas de aparatos hasta llegar casi contra la pared de la esfera. En el trayecto Olma nos explicó que toda circunstancia relacionada con la provisión de transporte interno, organización y control de desplazamiento, reparaciones, etc. estaba a cargo de los hombres de verde y su radicación era el centro de convergencia. El muchacho y nuestra anfitriona intercambiaron unas palabras y nos dirigimos hacia un grupo de vehículos de dos plazas adonde llegaron las mujeres en primer lugar. Ramalú nos dijo que allí nos debíamos separar. Si queríamos acordar algo, teníamos que hacerlo en ese momento; luego cada uno quedaría en compañía de su anfitriona hasta volver a reunirnos.
Tomó la palabra Kingston, dirigiéndose a mí:
- Teniente Haffner, usted es el miembro del grupo que se encuentra aquí por una circunstancia fortuita. No era mi deseo involucrarlo en esto; sólo pensaba utilizar sus servicios para encontrar algo de lo cual no debería participar, los riesgos deberían ser totalmente nuestros. Las cosas se dieron de otro modo y usted es partícipe obligado de una aventura que ni siquiera soñó jamás; debo pedirle que ante el menor riesgo a que se vea sometido, deslinde su responsabilidad en mi persona, pues este es su derecho.
- Doctor - contesté (plagiando una frase suya) - los riesgos están involucrados en la esencia misma de nuestra profesión. Pido ser considerado a partir de este momento, el cuarto miembro de su misión, con todas las responsabilidades que ello represente. Creo que sólo así podré asumir lo que estoy viviendo.
Los tres se acercaron sonrientes a estrechar mi mano. Cuando lo hizo Kingston me permití un chiste:
- Después de todo doctor, los riesgos hasta ahora no parecen tan desagradables.
- Es cierto Teniente, pero vaya considerando la posibilidad de que no sea tan fácil volver a nuestra vida anterior.
Iba a decirle que no me preocupaba mucho esa alternativa, cuando pensé en mi perro. El viejo había logrado instalar en mí la primera inquietud desde que llegara al lugar.
Me volví hacia Olma, indicándole que estaba listo para proseguir la marcha. Mi hermosa guía se dirigió al vehículo que le correspondía y me indicó la ubicación, introduciéndose ella primero en la parte delantera. Elevé mis piernas entrando atrás y sentándome en esa especie de globo anatómico que no tenía parangón con ninguno de nuestros asientos. Cuando todos los demás estuvieron en su puesto, tomó con su mano derecha la única palanca del tablero y con un suave desplazamiento hacia el frente motivó que el aparato avanzara hacia adelante. La marcha, silenciosa y serena, comenzó llevándonos entre las hileras de transportes estacionados, en un movimiento semicircular, hasta un espacio despejado donde tomamos una recta directamente al centro.
Nos introdujimos en una pista que descendía en espiral alrededor del elevador y fuimos bajando. La velocidad del cochecito era bastante elevada, considerando la posición de marcha y mi mayor preocupación consistía en vencer la molesta sensación provocada por la fuerza centrífuga. La inmensa esfera albergaba en su interior a miles de vehículos diseminados en los distintos pisos. A medida que nos aproximábamos a la base, la circunferencia menor, me permitía una observación mas detallada. Cuando llegamos al final del descenso, Olma tomó por un amplio espacio demarcado que llevaba hacia una abertura circular de unos quince metros de diámetro. Se situó a la derecha y apresuró la marcha tomando una elevación progresiva. El conducto disponía de dos pisos; por el inferior se entraba y por el superior se salía de la esfera de convergencia. Miré hacia atrás y vi. que sólo Ramalú nos seguía. La pista tendría unos doce metros de ancho. Mi conductora tomó por uno de los carriles laterales y aceleró el vehículo en forma vertiginosa. Un ligero zumbido lo envolvió, mientras yo me preguntaba qué pasaría conmigo. Recorrimos un corto trecho a gran velocidad y pronto noté la detención de los que iban adelante. Olma prosiguió imperturbable y yo me aferré fuertemente a los bordes acolchados del coche. Este se detuvo a escasos centímetros del anterior, reduciendo la velocidad sólo a último momento. Yo no salía del asombro al comprobar que en vez de salir disparado hacia adelante, permanecía en mí puesto sin ninguna molestia. Mi asesora giró su cabeza sonriendo y dijo:
- Mientras escuche el zumbido no se preocupe por la inercia, Teniente.
¡No, qué me iba a preocupar! Viajaba sobre una taza de café, sin ruedas, a cien kilómetros por hora, por adentro de un caño y sin saber a donde diablos iba, y de pronto se paraba de golpe ¡y no pasaba nada! - Bosquejé una sonrisa -
Ella arrancó y viró algo a la izquierda; pude ver el coche de Ramalú y Kingston, descendiendo por una rampa que los llevaba al nivel inferior. Amparados por una indicación luminosa (o por todos los dioses del Olimpo) cruzamos un conducto a toda marcha. Una interminable fila de coches aguardaba a que pasáramos. Comprendí que se trataba del cruce de dos avenidas, según las bautizara Cerebro. Cada una de ellas disponía de dos pisos, uno para cada dirección; realizándose los cambios de nivel y de rutas adentro de las esferas de unión, donde en la parte superior se observaban algunos hombres de uniforme verde trasladándose sobre unas pasarelas. Eran quienes vigilaban los controles de tráfico, aclaró mi conductora.
Seguimos andando; Ya más tranquilo por la advertencia de mi compañera, me dediqué a observar los conductos. Los tramos entre avenidas, tenían accesos de tuberías no mayores de cinco metros de diámetro. Estas se conectaban con el que viajábamos, en sus dos niveles e indudablemente eran las calles, por donde apenas circulaban dos coches por mano. Varias veces pude observar aberturas que daban a recintos ampliamente iluminados, con vehículos estacionados y presencia de público. Después de cruzar la tercera avenida, doblamos a la derecha por la quinta calle, reduciendo la velocidad a causa del menor espacio. Poco después, Olma detuvo el coche ante una placa luminosa fijada en la pared y apuntó hacia la misma con un pequeño objeto que retiró del tablero del vehículo. Se oyó un breve sonido y un panel se deslizó abriéndose una puerta en la pared del conducto.
Entramos a un recinto, que evidentemente era un segmento de una esfera mucho menor que las vistas hasta ese momento. Mi acompañante se encargó de aclararme el supuesto:
- Estamos en la planta baja de una esfera habitacional; es un cuerpo de quince metros de diámetro dividido en cinco segmentos de tres metros de altura y es el hogar de mis padres que yo también habito.
En el centro del círculo también había un elevador y estacionados a su alrededor, tres cochecitos de una sola plaza. Descendimos y entramos al ascensor. El espacio era reducido y mi rubia amiga parada muy cerca de mí volvió a dirigirme la palabra:
- Bien, Teniente Haffner, ya estamos en casa. A partir de este momento compartirá nuestras costumbres. Los rojos labios resaltaban en su blanco rostro y sus verdes ojos me observaban. Su armónico cuerpo se manifestaba dentro del ajustado traje, en cada movimiento. Respiré hondo tres veces; debajo de mi equipo de vuelo, el mío transpiraba. No alcancé a contestar, pues el ascensor se detuvo y ella salió.
El ambiente era circular como todos los que había visto hasta ese momento. Lo primero que observé al entrar fue un trípode con una esfera celeste arriba que parecía de vidrio. Giramos a la izquierda, pasando entre la pared del cilindro y una mesa de original diseño. Nos detuvimos frente a dos sillones que también eran semicírculos. De ellos se levantaba en ese instante una pareja que dirigía sus miradas hacia mí.
Olma tomó una de mis manos y depositándolas entre las de la mujer, dijo:
- Amalík, mi madre.
Luego repitió el gesto presentándome a Attóm, su padre. Ambos eran una pareja mayor, aunque no podía considerárselos ancianos. El hombre habló con manifiesta amabilidad en su voz:
- Teniente, sea usted bienvenido; déjese guiar por nuestra hija. Ella aborda la difícil tarea de introducirlo a nuestra sociedad.
Esbocé una sonrisa y unas sílabas pretendiendo contestar; Amalík interrumpió mis esfuerzos:
- Sabemos todo sobre usted, inclusive cómo se siente en este momento. No hace falta que hable.
Continua en: Capitulo 4
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